sábado, 6 de octubre de 2012

sol de latón


Después de dar muchas vueltas, me incorporo finalmente en la cama sin haber podido conciliar el sueño en toda la noche. Recuerdo los años de juventud, cuando era capaz de dormir a pierna suelta hasta el mediodía. Qué irreal resulta ahora todo aquello. Meto los pies en las pantuflas y me levanto con gran esfuerzo, por culpa del maldito reuma. A la derecha, en la otra cama individual, separada de la mía por una mesita de noche, el cuerpo de mi señora, todo retorcido, emite ronquidos de ultratumba que bien podrían ser los de Ernest Valdemar —o, al menos, así imaginaba yo a semejante individuo en mis recurrentes lecturas de Poe—.
           Salgo a la salita en busca de una atmósfera menos viciada y, de camino al sillón, quedo clavado frente al espejo; un espejo con un marco de latón en forma de sol heredado de mi madre. Recuerdo haber hecho toda clase de muecas frente a él cuando era niño, con mi padre al lado compitiendo conmigo y mi madre al fondo exclamando entre risas que, como siguiéramos siendo tan payasos, al final se nos iba a quedar esa cara. Sonrío débilmente al recordar aquella época.
        Han pasado desde entonces casi ochenta años, y el espejo permanece inalterable. El reflejo, sin embargo, sí que parece haber cambiado un poco. Por fuera y por dentro. Mientras me aliso las enmarañadas canas de las sienes me pregunto qué fue del niño. Y no hallo respuesta.
        Me dejo caer en el sillón y enciendo un cigarrillo, uno de esos que el médico me tiene prohibidos. ¿Qué ha fallado en mi vida? Profesionalmente, he alcanzado cuanto me he propuesto, mi situación económica es desahogada y mis hijos, ya mayores y con hijos, hace tiempo que dejaron de resultar una carga. Y sin embargo, no recuerdo un solo momento de verdadera felicidad desde antes de los veinte años. Probablemente, será que me he convertido en un viejo gruñón. Todo me molesta. O eso dice mi mujer. No la culpo, pues hace más de sesenta años que no siento nada por ella. Si es que llegué a sentirlo alguna vez, claro. Quizá debería haberla dejado, pero resultaba cómoda la rutina, y empezar de cero hubiera sido un engorro. Además, habría tenido que buscar mucho para encontrar a otra dispuesta a aguantar mi carácter desabrido con la indiferencia que lo hacía ella. No, decididamente hice lo más sensato..., lo más sen... Uff..., qué sueño me está entrando ahora...

          Despierto un rato más tarde, con todo el cuerpo dolorido por la mala postura, sentado en el sillón y con la boca seca. Observo el cigarrillo consumido en el suelo, que se me debió escurrir entre los dedos al dormirme. Me noto confuso, como atontado. Menos mal que no he quemado nada. Habría sido lo que me faltaba, teniendo en cuenta lo antipático que les resulto a los celadores del asilo. Están todos deseando que me muera, lo sé. Lo cierto es que me da igual caerle mal a la gente. Hace ya mucho tiempo que dejé de preocuparme por cosas como esa. Que los jodan. Que los jodan a todos.
        Me levanto haciendo grandes esfuerzos y arrastro los pies hasta el baño. Para variar, la pierna izquierda continúa revelándose ante mis órdenes, y tardo bastante en llegar pese a encontrarse el aseo a pocos metros del sillón. Dejo el grifo abierto mientras me refresco la cara y el lavabo se llena en pocos segundos. Un día de estos tengo que sacar los pelos del desagüe. O dejar que la limpiadora entre en mi pocilga.
       Nunca he querido tener espejos en la habitación, pero al llenarse el lavabo de agua no puedo evitar echarle un vistazo a mi reflejo. No es de extrañar que me odien. En el asilo hay multitud de vejetes entrañables, de cabellos plateados y simpáticos pliegues faciales. Pero yo no me parezco a ninguno de ellos. La horrible mueca que dejó en mi rostro la embolia sufrida hace años se ha mantenido imborrable. Creo que es la misma expresión de odio profundo que le dirigí a aquél cartero inepto mientras lo golpeaba con mi bastón, poco antes del ataque. Quedarme con esa cara es tal vez mi penitencia por una vida marcada por la ira y el desprecio hacia todo y hacia todos. Por eso rompí aquel viejo espejo de latón, porque ni yo mismo podía soportarme.
        Pero no siempre fui así. Cierto que tenía un carácter fuerte, pero también estuve lleno en mi juventud de ilusión por vivir y fui muy apasionado en el amor. Después de dejar atrás una relación de varios años que se había tornado en rutina, mi vida dio un giro completo cuando decidí mirar el mundo como si todo fuera posible. Y lo fue. Y llegué a conocer a la persona que más me ha importado. Y la llevé a las estrellas, y la hice soñar. Y ella a mí. Pero lo estropeé. No fui capaz de evitar que el ser huraño, narcisista e hipocondriaco que corría por mis venas, entre otros muchos posibles, se manifestara. Y cuando se manifestó no fui capaz de combatirlo. Por eso la perdí. A mi Daniela. Y no pasa un solo día sin que lo lamente. Después de ella, otras mujeres pasaron por mi vida, pero ninguna fue capaz de dejar ni la más leve huella. Y ahora que me he convertido en un viejo cascarrabias, feo y enfermo, ella es mi único pensamiento alegre, el único que me da fuerzas para levantarme cada mañana en este asilo de mala muerte, por muy tenue que sea su imagen después de sesenta años sin verla. Ella me lo dio todo en todos los sentidos, y ahora sólo vive en mis recuerdos.
        Me deslizo de nuevo hasta el sillón, junto al ventanal cerrado responsable de la penumbra, y trato de conciliar de nuevo el sueño. Pienso en Daniela, en lo testarudo que fui, en lo cobarde... Nada de lo que he hecho con mi vida desde entonces ha servido para hacer… feliz… Nada…

Recupero lentamente la consciencia tras un largo sueño. Estoy confuso, no entiendo bien dónde me encuentro. Todavía con los ojos cerrados, palpo bajo mis dedos los brazos del sillón. Mi sillón, supongo. De repente, algo me tira de la pernera del pantalón. ¡Abuelo, abuelo! Siento un sobresalto y abro los ojos de golpe. Duele mucho, y al principio no consigo ver nada. Hay demasiada claridad. Poco a poco, me voy acostumbrando, y distingo el gran ventanal abierto de par en par frente a mí. Luego, a mis pies, la figura de un granujilla sonriente. La abuela dice que te levantes ya del sillón, que no vas a dormir nada esta noche con una siesta tan larga. ¿La abuela? ¿Quién es la abuela? Todavía me siento confuso, a los viejos nos pasa a veces.
¿Todavía sigues ahí sentado? Le prometiste a tu nieto que lo íbamos a llevar al parque, pero si no te levantas se nos va a hacer tarde. ¡Dani, criatura, tu abuelo es un impresentable! Mira que pasarse la tarde durmiendo, en vez de disfrutar de un día tan bonito…
         Ese timbre de voz familiar que escucho a mis espaldas, proveniente de la puerta, me provoca un estremecimiento en el estómago. No puede ser… Es imposible. El pequeño granuja se levanta del suelo, junto al sillón, y corre hacia su abuela. Me retuerzo para poder seguirlo con la mirada hasta que la alcanza y se agarra a sus faldas. Y la veo. Y los ojos se me llenan de lágrimas. ¡Mira cómo me quiere tu abuelo! Sesenta años juntos y todavía se emociona cuando pasa un rato sin verme. Dani, cuando tú te hagas grande y te enamores de una muchacha, tienes que ser como el abuelo. Y la harás muy feliz.
          La miro y me parece un sueño. Por eso me emociono. Porque no concibo la vida sin ella. Sin mi Daniela. Toma, te he traído un poco de zumo para la pastilla. En cuanto te lo bebas nos vamos. Muuuy bien. Voy a llevar el vaso a la cocina y cuando vuelva quiero verte con los zapatos atados y preparado para salir. Me besa en los labios y se marcha con el vaso y una sonrisa radiante. No te preocupes, cariño, estoy listo en un momento.
Me agacho para atarme los zapatos. Al hacerlo, cruzo la mirada con un viejo espejo, apoyado contra una de las hojas del ventanal. El marco es de latón y tiene forma de sol. Me trae muchos recuerdos. Me asomo tímidamente y contemplo mi reflejo. No sé por qué, temía encontrar a un viejo cascarrabias al otro lado, o a un carcamal con el rostro desfigurado por la parálisis. En vez de eso, el espejo me devuelve la imagen de un muchacho muy alegre, el mismo que ochenta años atrás hacía morisquetas con su padre, sin poder dejar de reírse. Ese muchacho soy yo. Lo último que veo, también en el espejo, es a mi Daniela entrando por la puerta. Viene a buscarme para ir al parque. Está más hermosa y encantadora que nunca, con su sonrisa de niña. Luego, de pronto, a mis dedos les faltan fuerzas para apretar los cordones y dejo caer los brazos. ¿Abuelo? ¿Abuelo?



viernes, 5 de octubre de 2012

La niña de la ventana


La gran noche de carnaval ha terminado y las calles han quedado abandonadas. Pronto amanecerá, mas de momento reinan las tinieblas. Los disfrazados han dejado tras de sí una estela de botellas rotas, vómitos en cada esquina y, a juzgar por la humedad del suelo, se diría que ha llovido durante horas si no fuera porque el hedor evidencia que no es agua lo que forma los charcos. La ciudad muestra hoy su rostro más decadente, y verlo me entristece. Siento decepción y desengaño. Pero no importa. Enseguida lo olvidaré. 
     Voy atravesando las callejuelas lentamente, sin prisa, mirando a mi alrededor en busca de algo digno de contemplarse, en busca de una visión que me haga sonreír. Todavía llevo puesta parte del disfraz. Me he librado de la casaca porque me estorbaba, pero aún conservo la peluca con largos bucles como velas negras, el sombrero pirata y el garfio de plástico ocultando la mano. Sin el abrigo quedan al descubierto las mallas verdes y el jubón de hojas secas, con lo que debo resultar algo cómico, pero al fin y al cabo de eso se trataba.
     Desde el balcón de un segundo piso, una niña pequeña, que tal vez se haya levantado a por un vaso de agua, se me queda mirando de arriba abajo con sus alegres ojos castaños. Abre el gran ventanal para contemplarme mejor.
   —Niño, ¿quién se supone que eres? —me pregunta curiosa mientras alarga el brazo para intentar acariciar las plumas de mi sombrero
     —Peter Pan disfrazado del capitán James Garfio.
    —Qué ocurrencia —exclama entre risas—. ¿Te has disfrazado de Peter disfrazado de Garfio? Es como si llevaras dos disfraces. Eres muy raro.
     —Perdona... No había entendido tu pregunta. Sólo voy disfrazado del capitán Garfio —le aclaro un tanto molesto. Y luego sigo mi camino. Pero ya me siento mejor.

Está amaneciendo...

viernes, 31 de agosto de 2012

Parada Lucero- Metro de Madrid

Huele a plástico inflamado de aliento y pisadas. Pisadas sintéticas que no sé hacia dónde van. Todas iguales y distintas. El caucho parece que da forma al pasillo, al asiento y a las barras de metal; a los libros de la gente que se distrae. A las letras blancas que se marginan ellas solas en la pared. El mismo olor que se concentra en todos los huesos. Huele a amianto.

Y cuando me percato ya no hay pasillo. Sólo una biblioteca de caras y espíritus. Que no se tocan.

miércoles, 22 de agosto de 2012

El catálogo de errores



Ahora no sentía que le llamase nadie. Pensó, con una desgana de niño, cuántas gotas estarían cayendo sobre su cuerpo: quizás la gota que ha sacado un azul más oscuro en sus pantalones vaqueros ahora mismo sea la numero cuarenta y dos; es posible que fuera esta, que le resbala por la mejilla. También podría ser esta, o esta. Solo quería disfrutar del comienzo de la lluvia con los codos apoyados sobre el respaldo. Quien lo hubiera visto en aquel momento, si fuese alguien del pueblo, se habría parado en medio de la plaza ladeando la cabeza y habría pensado que esa postura era propia de una persona que no tenía nada que perder o que había tenido que perder demasiado y ya no venía al caso. Nadie hubiese reparado en que ese gesto, esa postura a medio camino entre la independencia y la amenaza era su acto de rebeldía, su contribución física a la sociedad con la que desafiaba la soledad de los bancos, de la plaza y del mundo.
Abrió los ojos. Las gotas parecían que le indicaban el camino hacia el cielo, solo que bajaban. Bajaban hacia abajo. ¿Cómo iban a indicarle el camino si bajaban hacia abajo? En ese momento apareció Patrick.                                                                             
‒Hola como estás, Juan.
‒¿Por qué me llamas Juan? Yo no me llamo así. Cada vez me llamas de una manera distinta. Estás loco. ‒replicó Juan.
‒¡Qué cosas tienes, Pablo! ‒dijo la misma voz a su derecha con cierta ironía incrédula.
‒Déjalo ya  ‒susurró Pablo entre la lluvia.
No quería volver la cara para verle, cerró los ojos. Pero en una sombra escurridiza de madriguera se deslizó en su mente la imagen de un hombre alto, vestido con un traje negro, su paraguas y su maletín. Un maletín de cuero, tan de cuero que podía olerse a esta distancia bajo la lluvia. Su pose correcta, inmutable, de unos cincuenta años era incluso cómica y sombría, tan cómica y sombría como una partida de ajedrez entre dos ciegos que se lo tomaran bastante en serio, pensó. Si, ya lo recordaba, sería un hombre ridículamente escuálido, tan ridículamente escuálido con su traje negro, su maletín que olía a cuero, su paraguas y su pose cómica y sombría de jugadores de ajedrez ciegos, que imaginarlo parecía imposible. Así que abrió los ojos y se incorporó.
‒Cuánto tiempo sin verte, ¿qué has estado haciendo? —ahora Pablo intentaba verle la cara, el paraguas se lo impedía.
‒Bueno ya sabes, no me gusta estar siempre en un mismo sitio. Por el contrario a ti te encanta, ¿no?
‒No es eso. Este sitio me ayuda a pensar. —respondió volviendo la cara hacia el frente.
‒Pensar, pensar, creo que piensas demasiado, Mateo.
‒Sí; es algo que tú no haces mucho. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?
Patrick se acercó, ya estaba a menos de un metro del banco. Comenzó a llover aún más fuerte. Mateo recordó que ese tipo de gotas parecían sacadas de un plató de película. Hacía poco había visto un Making off que decía que las gotas que se utilizaban en Hollywood eran un setenta por ciento más grandes que la lluvia normal para que la sensación al filmar fuese más realista. Lluvia de Hollywood, lluvia hollywoodiense, todo un lujo para una localidad como Valcarlos.
‒Un poco fuerte recordar nuestro último encuentro de esa manera, ¿no? Vaya, cómo se las gasta Mateo Sagasta. ‒cerró el paraguas, apoyó el maletín entre los dos y se sentó.
La lluvia caía desde los balcones arrastrando el polvo, los insectos y las pequeñas ramas de los árboles se filtraban en los caños de los patios, en las piscinas de los chalets, en la alcantarilla, un poco más adelante del banco, frente a la estatua de la plaza.
‒¿Alguien se ríe de tus bromas estúpidas?¿ De esos juegos de palabras estúpidos? ¿En el trabajo? ¿En la oficina? ¿En algún sitio? ‒aún Mateo no se atrevía a mirarle a los ojos. Mantenía la vista clavada en la estatua de la plaza. Se rió. Era de Mateo Sagasta
‒No, porque ya no trabajo ‒carraspeó en un tono seco‒. Me acaban de despedir, y ahora tengo todo el tiempo del mundo para hacer lo que más quiero.
‒¿Y qué es lo que más quieres?
‒¿Acaso no lo sabes, Lucas? ‒respondió Patrick volviendo la cara hacia él.
Lucas abrió la boca para reprenderle por el nuevo cambio de nombre, pero vio que no tenía sentido. Estaba concentrado en hacer algo que había conseguido con el pensamiento del recuento absurdo de gotas, olvidar otro recuento muy distinto: el recuento de los minutos para meterse la mano en el bolsillo y mirar de nuevo el móvil. Pero era inútil. Un recuento por otro no era tan sencillo. Sacó el móvil y con un gesto melodramático y estudiado encendió la pantalla. No le importaba lo más mínimo que se le mojase.
‒No me llama ‒dijo Lucas para sí, mirando la pantalla iluminada de gotas. Le gustaba esa foto. La había tomado su madre. En la pantalla aparecía él sujetando un escudo viejo en una feria medieval de no recordaba dónde.
‒Vaya contradicción. ¿Quién no te llama?
‒Julia, sabes de sobra quién es.
‒Vaya, parece que Lucas es un patoso con las mujeres, como aquel personaje de la Warner, ¿te acuerdas? Yo lo veía en mis tiempos, cuando comencé en la empresa.
‒ ¿De quién hablas?
‒Aquel pato que siempre estaba pegándose con el conejo. ¿No te diste cuenta de que casi todos los personajes de la Warner tenían su variante femenina menos ese pato? Bugs Bunny tenía una conejita preciosa, incluso Helmer Gruñon se encontraba siempre con alguna tía que la hacía más o menos caso, ¿por qué no el pato? Era un patoso con las otras patas no hay otra explicación.
Lucas seguía mirando la pantalla del móvil.
‒En realidad, esos dibujos eran muy violentos —reflexionó Patrick— si existiera ese pato en la realidad no podría hacer todas las cosas que hace en la pantalla de la televisión. Recuerdo una escena en la que el conejo, oh dios, no soportaba al conejo, le tiraba un frisbee con dientes de sierra. El pato se metió la cabeza entre los hombros y esquivó el golpe. Si eso ocurriera en la realidad seguramente le hubiera cortado la cabeza como un melón. Sería divertido verlo. Supongo que la violencia a veces es divertida, que forma parte de nosotros, de la historia, siempre y cuando no nos afecte directamente. Siempre que la podamos controlar y manipular. ¿Ves?,  la Warner tiene a Bugs Bunny y nosotros los toros, los ingleses el rugby y los islámicos la Guerra Santa.
Patrick se metió la mano en el bolsillo empapado de su chaqueta y sacó una pitillera de plata.
‒¿Te hace? ‒dijo mientras le tendía un pitillo goteando.
‒¿Vas a fumar ahora? Te digo que no consigues que el cigarro se mantenga encendido dos minutos. Está diluviando.
‒Venga hombre, ya sé que está todo mojado y que en vez de parecer un cigarro parece un  ci Guarro” pero acéptalo.
‒Estás loco, no vas a encender eso en la vida. Además ‒dijo mirándole a la cara directamente‒ sabes que no fumo.
Su cara no había cambiado desde la última vez que lo vio. Lucas se preguntaba por qué no se habría quitado sus gafas de sol redondas un día como este. Del sombrero le chorreaba agua empapando el maletín de cuero que descansaba entre los dos. Le tendía el tabaco. Era  una imagen un poco siniestra. Demasiadas certezas tenía Lucas de cosas que en cierta manera desconocía de Patrick. Tres certezas para ser exactas. Una Certeza Palpable, una Certeza de Espíritu y una Certeza Inmutable. Detrás de las gafas, la Certeza Palpable de unos ojos seguros de sí mismos como si pudieran ver el pasado, el presente y el futuro; todo al mismo tiempo. Este tipo de certeza, la Palpable, le sobrecogía en raras ocasiones y momentos muy puntuales. No recordaba si le había visto sonreír, ni bailar, ni pasarlo bien, pero tenía la Certeza de que muchas de sus arrugas eran de haber sonreído, si ahora no lo hacía era porque había padecido algún tipo de trauma. Esta era la certeza menos común, porque la Certeza de Espíritu era algo más que la alegría; era un equilibrio, un arrojo de impulso de incomprensibles emociones que veía en poca gente y que hacía que sonrieran felices. Era riesgo y plenitud, alguien que sonrie porque es consciente de las cosas importantes. Y ahora mismo la sentía en Patrick, aunque no sonreiera. Por último, tenía la Certeza Inmutable de que si le hubiera golpeado la cara allí mismo la expresión de sus ojos no habría cambiado. Esta, la Certeza Inmutable, era permanente. Y por eso le daba miedo.
‒Baftima ‒dijo Patrick con el cigarro en la boca mientras se llevaba la mano a un bolsillo trasero para buscar el mechero ‒penfé que algo habría canfiado en estos dos meses.
Patrick encendió el cigarro y comenzó a fumar. Lucas lo miraba de reojo preguntándose cómo diablos lo hacía y porque este tipo siempre tenía tanta suerte. Soltó el aire del tabaco y comenzó a hablar.
‒Como te decía Tomás, la violencia está en el ser humano como tantas otras cosas, es lo que ayuda a cambiar. Se puede negar, de hecho se hace, pero está en nuestra naturaleza. Los hombres nacen, se casan tienen hijos, no se plantean grandes dudas existencialistas. Todos estos ejemplos que te he puesto son justamente eso o maneras de cambiar o espectáculos que nos hacen recordar que hay maneras de cambiar. Todo se mueve de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, siempre cambiando de diferentes maneras y causas. En todos los aspectos. La naturaleza misma está llena de ejemplos simbólicos. Un ejemplo biológico son las ganas de follar. De cambiar el ritmo, la aceleración, del frío al calor, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. ¿Me escuchas?
Lucas no escuchaba, estaba tratando de averiguar por qué Julia no le llamaba aunque ya sabía la respuesta. Los menús interactivos de los móviles pueden ser un laberinto de alivio y desesperación cuando no se sabe qué esperar. Un pixel cambia imperceptiblemente de color, percibimos movimiento y una gota cae en la pantalla.  Si hubiera estado escuchando hubiera dicho que todo era una grandísima estupidez, que no tenían nada que ver cada ejemplo que había puesto con el anterior y que para decir este tipo de cosas es mejor callarse. Y después hubiera vuelto al móvil.
‒Eso es por lo que no te llama Julia y por eso por lo que quieres que te llame. Ese movimiento de vaivén que mueve al mundo. Se puede llamar amor, poder, o como quieras, a mí me gusta llamarlo voluntad.
‒Vaya como se nota que eres publicista, hablas muy bien cuando quieres ¿No es eso  lo que se dice cuando no has entendido nada de lo que ha dicho la otra persona?
‒Vamos, es simple y a la vez complicado.
No conocía esa faceta tuya. Desde cuando te has vuelto tan filosófico. Pero no, yo se la razón de por qué no me llama.
La lluvia comenzó a apretar oportunamente, ahora debían gritar para escucharse.
‒¡Es porque soy gordo! Soy gordo y además tengo paletas y unas orejas horribles y me huelen los pies. ¡Me huelen los pies y además me lavo los dientes dos veces al día solo!
Hubo un silencio, el agua no arreciaba y caía con la misma intensidad aplastante de oxigeno de verano.
 ‒¡¿Dos veces solo?! ‒gritó Patrick contrariado, cuando ya no pudo aguantar más.
‒Sí, dos veces.
‒Lo de ser gordo Marcos, tiene solución. Puedes salir a correr o apuntarte a un gimnasio. Las paletas y las orejas se pueden operar. El olor de pies se puede combatir. ¿Has probado las plantillas de Devorolor? Son muy buenas, un amigo del trabajo las usaba, incluso dice que son cómodas. Pero con los dientes tenemos un problema ‒le dio una calada más al cigarro mientras arqueaba los ojos pensativo‒. Es triste cuando alguien no quiere estar cerca de ti por la manera que tienes de ser. Porque no hay nada que puedas hacer para remediarlo. No puedes cambiarte a ti mismo, ni tampoco cambiar a los demás. Eso no sería saludable en ningún caso. No, no, José. No debes lavarte los dientes dos veces más por nadie.
‒Pareces un predicador con tanta habladuría y ese traje negro. No te equivoques, no quiero que me consueles. Solo quería enseñarte que es mucho más fácil que toda esa historia del vaivén universal.
‒¿Consolarte? No lo hago ‒este era uno de los momentos en los que José tenía la Certeza de Espíritu de que Patrick estaba riendo, aunque no hubieran arrugas, ni dientes amables‒. Todo se reduce a una atracción física, en cierta manera me estás dando la razón.
La lluvia mantenía su curso, aunque amainó un poco.
‒Creo que voy a llamarla ‒dijo José mientras levantaba la cabeza del móvil.
‒Haces bien, Felipe.
‒No, creo que no voy a llamarla.
‒Haces bien también.
Felipe dudo por un momento. Ahora veía como una persona con un chubasquero negro corría por la plaza. Seguramente estaba buscando un lugar donde guarecerse de la lluvia, por la complexión parecía una chica. Tenía un bastón de madera que terminaba en unas Vieiras atadas con una cinta roja. Se refugió en un portal de la plaza justo  frente al banco.
‒Tú qué harías‒ Dijo mirando al cielo con la esperanza de que alguna gota se le colara en un ojo. No ocurrió.
‒¿Sinceramente? No preguntarme a mí, no hay nada que pudiera decirme a mí mismo que no supiera ya. Mira a ése, Simón. Un caminante del Camino. Seguramente ni siquiera cree en Dios.
Simón, Simón ‒se rascó la barbilla mientras le daba una calada al tabaco empapado‒. Dónde he oído ese nombre antes. ¡Ah!, es el nombre de un zumo muy famoso. Recuerdo el anuncio cuando el muchachito llamaba a su primo para que le pegase a los niños. Hasta en el anuncio de un zumo existe la violencia. Una violencia necesaria que se acepta porque es justa…. ¿No es irónico? Ponte fuerte para vencer a los que son más fuertes que tú.
‒¿Vas a hacer un repaso por todos los ejemplos televisivos que te encuentres?
‒¿Y esa hostilidad? Ah bien, estábamos con tu tema amoroso. Yo no te puedo ayudar, pero soy bueno haciendo preguntas, Santi. A veces lo que necesitas son preguntas y no respuestas.
‒¿Preguntas?
‒Si, por ejemplo: ¿por qué miras todo el tiempo el móvil como un gilipoyas? Esa sería una buena pregunta.
Santi observaba a la chica del portal, aunque no la veía bien a causa de la lluvia, se estaba escurriendo el pelo, una melena rubia larguísima. Sintió cariño hacia ella, un cariño irracional, escurridizo, erizado; de niños. Y a pesar de que sabía que era un cariño irracional, escurridizo y también erizado, y también de niños, no había nada que le hubiera gustado más que correr, empaparse, llegar hasta el porche y abrazarla bajo la lluvia.
‒Claro que no siempre es el momento adecuado para hacer preguntas o hacérselas a los demás. A la gente no le gusta preguntarse ni que les pregunten a menos que sepan la respuesta de antemano. De hecho, me echaron de la catequesis por preguntar demasiado: empecé preguntando por qué antes se hacían milagros y ahora no, como podría ser que Dios echara del paraíso a Adan por comer una manzana, me parecía ridículo, o quién fue la mujer de Cain. ¡Vaya! ¡Otro ejemplo de violencia! Cuando llegue al instituto me echaban de las clases también por preguntar demasiado: preguntaba por qué la señorita tenía un cardenal en el cuello, cómo era posible que las raíces cuadradas tuvieran esa forma y no estuvieran bajo tierra  o de qué estaba hecho el puré de patatas del comedor. Y ahora le ha tocado el turno al trabajo.
‒Y que has hecho para que te echen.
‒Ser Yo, supongo.
‒Si te han echado del trabajo…‒susurró todavía mirando a la chica escurrirse el pelo‒ ¿Por qué llevas maletín?
‒¿Cómo? Pues para llevar cosas; cosas importantes. Un maletín se usa para llevar cosas.
‒¿Cosas importantes?
Ahora le estaba mirando a la cara. Era uno de esos momentos raros en los que Andrés percibía la primera certeza, la Certeza Palpable de los ojos que lo veían todo sin decir nada, detrás de las gafas empapadas y opacas. Alargó el brazo derecho y lo mantuvo así, goteando sobre el cuero mientras le miraban las gafas oscuras de Patrick.
‒Ahí, Judas, que eres un Judas ‒dijo mientras apartaba el maletín con la mano‒ Si querías saber lo que había por qué no me lo has dicho antes, pero te advierto que lo que hay aquí es de mucho valor para mí. Ten cuidado, Bartolomé.
Patrick cogió el maletín, dibujó su forma para quitarle el agua de encima. Metió dos llaves en las cerraduras que parecían bañadas en oro.
‒Vale, ya está abierto ‒le tendió el maletín medio abierto y éste lo recogió.
‒Pero creo que deberías tomar una decisión sobre qué hacer con esa chica.
En sus manos tenía un fino maletín que acarició resbalando con el agua. Comenzó a abrirlo. Una gota volvió gris el blanco, otra cayó muy cerca de la primera. Era un folio lo que asomaba por la rendija del maletín de cuero de Patrick. Lo abrió definitivamente, cogió el contenido con una mano. Le pareció que eran unos cien folios en blanco. Se estaban mojando.
­‒¿Esto? ¡Pero si son folios en blanco! ‒gritó con los folios en la mano.
‒No son folios en blanco. Son 42 folios en blanco, y se están mojando.
­­‒¿Qué tiene de especial esto?
‒Bueno al menos te estás haciendo preguntas, normalmente cuando se lo enseño a alguien me miran con cara de locos o les dan ataques de risa. Se están mojando Bartolome….
‒¡Que me importa a mí que se mojen! ¡Tengo otros problemas como para pensar en tus estúpidas bromas! Volvió a meter los folios en el maletín y lo cerró con fuerza. La chica estaba recogiéndose el pelo.
‒No es una broma. O tal vez sí. El hecho es que estamos aquí sentados bajo la lluvia hablando. ¿Cuántas posibilidades hay de que haya ocurrido esto, en este mundo? Recogió el maletín de la manera que le parecía a Bartolomé que lo hacía, con una ternura infinita.
‒Con que haya una basta ‒imaginó Bartolomé.
‒Hum, hum…Creo que se me han agotado los nombres.
Patrick se levantó y quedó de pie en el banco un momento. Recogió el paraguas y el maletín y dio un salto al suelo en un charco de agua enorme que mojó aún más a Bartolomé.
‒¿Por qué inventas nombres estúpidos? ¿Cuántas veces te tengo que decir que me llamo…?, me llamo… La voz se diluyo en un aullido de agua.
‒¿Cómo te llamas? ‒susurró Patrick mientras abría el paraguas.
‒Me llamo…
No recordaba su nombre. Era algo inaudito. Comenzó a sentir un terror dentro del pecho parecido a una jaula de hadas rojas, esas hadas que había visto en una portada de un libro de fantasía y que le parecían hirientes, algo que quemaba las entrañas hasta la incisión de tejidos y brechas. Era una pesadilla. No, no era una pesadilla porque la chica se estaba mirando los zapatos.
‒Adiós, niño sin nombre.
Adiós era una palabra muy triste, eso era siempre lo que decía su madre. Recordó que tenía otra cosa en el bolsillo: era un pequeño bote. Lo tocó con los dedos primero y lo agarró con fuerza después.
‒Si te tomas la medicación todo irá mejor ‒dijo con desgana Patrick.
‒Si me tomo estas pastillas todos pensaran que estoy loco, porque la gente te juzga por lo que haces y no por lo que eres.
‒¡Pero querido amigo! ¿No lo habías notado? Todos están locos en este mundo. Este es un mundo de locos donde cada loco intenta parecer cuerdo. Todos los locos tienen su mundo y viven en él conforme a sus propias reglas. Uno se convierte en loco cuando tiene que elegir, enamorarse, luchar, sufrir, vivir. Este mundo es de los locos, de los que ahorran toda su vida para comprarse una casa, de los que están enamorados, de los que no apuestan porque tienen un trauma familiar, de los adictos al trabajo, de los esquizofrénicos, de los paranoicos, de los que tienen trastornos de personalidad y de los psicólogos. Pero el caso es que para mí están locos y lo saben. Porque loco es un término como fracaso o verdad, algo que no existe y está en todas partes: en las hojas, en la lluvia y hasta en este banco. ‒hizo un gesto con los dos dedos sobre la frente.
‒Te diría que te cuidaras pero no lo harás. Puedes esperar.
‒Adiós.
Se quedó solo. No quería ver como se alejaba Patrick, pero no pudo resistir la tentación de mirar. Le recordó a una escena propia de El Exorcista: una calle azulada, un hombre escuálido con un paraguas y un maletín y lo que ahora era llovizna. Aún conservaba el móvil en la mano derecha, mientras que con la otra agarraba el bote en el bolsillo. Le sorprendió la chica, que comenzó a correr y también se perdió en la lluvia.
Volvió la vista hacia arriba ¿Cómo iban a enseñarle el camino si bajaban hacia abajo? No tenía sentido. Quizá esta sería la gota cuarentaytres desde que terminó de contar. No lo sabía. Sacó el bote, se tomó una pastilla alargada apretó el botón y se llevó el móvil al oído. La lluvia había parado.
‒¿Julia? Soy…soy…soy, Yo.
Mientras hablaba comenzaba a sentirse mucho mejor. Ahora las nubes empiezan a despejarse dominadas por ese viento de caricia que te inunda las plantas blancas de los pies después de la lluvia y que le dejan ver en un charco, bajo el banco, un algo; un gesto de un gesto mientras alguien habla como él y se mueve como él: con el móvil mientras articula con la mano; y reconocen en el otro, en cada mitad, que lo que ven ambos no es algo, ni siquiera un gesto de un gesto, es una sensación; una sensación bien conocida de dos que se esfuerzan por recordar pero que no pueden, perplejos mientras se miran a los ojos. Y se sorprenden al unísono con una sonrisa de complicidad cuando los dos llegan a la conclusión de que, sin duda, esa sensación es lo que ambos llamaban una certeza, una Certeza de Espíritu.

                                                                                                                                 
                                                                                                                   Jesús Albarrán Ligero



miércoles, 2 de mayo de 2012

Vratia Varusho estrena la segunda obra en Sevilla


Azar, elegimos a cada instante


Habitamos el azar en nuestra vida. Somos hijos del azar y también parte. Y nos movemos y se mueve. Y se vincula a la carencia y nos acerca, incomprensible. La materia besando materia o la materia dividida que se busca y que se aleja.

Con Azar, elegimos a cada instante queremos descubrir un poco al menos; la atracción de lo improbable nos impulsa. Sabemos que opera en el vértigo pero ignoramos. Cuál es la Oda que suena en este baile y cómo nos movemos en la danza.

Descubrir y descubrirnos en el juego.


Vratia Varusho


VIERNES 4 DE MAYO, 21:30 H. 
RINCÓN DEL BÚHO
C/ PARRAS, 31 (SEVILLA)

domingo, 18 de marzo de 2012

Recorrido poético 18 de marzo Sevilla: Vratia Varusho sale a la calle

Vratia Varusho recorrerá Sevilla recitando en los siguientes lugares:

1º. Inicio: Setas de La Encarnación.
2º. Bajo la estatua de Murillo, frente a los Reales Alcázares.
3º. En la fuente a los poetas de la Generación del 27, en Puerta Jerez.

      Tal y como anunciamos anoche en la Casa de Max tras la segunda presentación de Imago, cuando lo ausente se hace presente, comenzaremos el recorrido poético en las Setas de la Encarnación a las 20:00 horas del día de hoy, 18 DE MARZO DE 2012. Te esperamos.

VRATIA VARUSHO

lunes, 12 de marzo de 2012

Imago en la Casa de Max

Vratia Varusho pintará la música con Imago en la CASA DE MAX. 
El próximo VIERNES 16 DE MARZO a las 21.30 horas, en ese fascinante espacio de Sevilla oculto en la calle Álvaro de Bazán, a medio camino entre la Alameda de Hércules y el río Guadalquivir, siempre abierto a quienes saben encontrarlo.

Vídeo del estreno


Vratia.

Casa de Max