domingo, 20 de febrero de 2011

II. La certeza en la incertidumbre

Génesis 

Vayamos al principio de todo. La semilla de certeza, verdad destinada a erigirse en árbol hechizado de abismo, va a adentrarse en la incertidumbre: un espacio distinto dentro de éste, regido por una lógica de sentido incierto, desconocido, subconsciente, extraordinario, abismal, transrealista, capaz de transformar la realidad de igual modo que las células totipotenciales son capaces de convertirse en cualquier célula. El espacio de lo extraño, el espacio del misterio. Un lugar invisible y oculto que a veces se abre…

La semilla primero es tan sólo certeza, sustancia de verdad no poetizada, aún no es semilla de olivo. Podría quedarse así para siempre, y no hechizarse de poesía, a menos que  algo extraño y maravilloso que brota de repente lo cambie todo. Una calidez sensorial que de pronto se desprende y envuelve a la semilla de anhelo como una caricia. Así envuelta, la semilla se hace hipersensible, entra en contacto con la membrana invisible y la atraviesa, abre una grieta en el espacio incierto que se hace enorme… La membrana se desintegra y la incertidumbre inunda todo como un gas profundo expandiéndose libre. Y entonces ocurre… la semilla de certeza se poetiza en mitad de la incertidumbre. Se hace semilla de olivo.
Certeza e incertidumbre son como materia y antimateria, están hechas de lo mismo aunque dispuesto de forma distinta. La incertidumbre es infinita… la certeza es tan sólo uno de sus reversos posibles. Algo grande ocurre cuando entran en contacto…



El anhelo poético es lo que hace que los poetas sean poetas y los artistas sean artistas. Una luz que se respira. Una música en la sombra. Un buscar algo que falta donde flotan todas las preguntas y todas las respuestas, en lo hondo invisible que se escapa... A menudo se desarrolla cuando se sufre una profunda pérdida y se siente un abismo, es el oxígeno que nos permite bucear en lo oscuro hasta encontrar algo perdido.
Veamos dos ejemplos. En el caso de José Lezama Lima, uno de los grandes poetas en lengua española del siglo XX, la muerte de su padre cuando él aún era niño pudo ser lo que le hiciera desarrollar ese anhelo: “la ausencia de mi padre me hizo hipersensible a la presencia”, decía. Pero no tiene por qué tratarse de una pérdida física. Federico García Lorca, por ejemplo, es posible que sintiera el abismo a causa del choque producido entre su homosexualidad y la sociedad de su tiempo, algo que pudo sumirlo en una profunda crisis de identidad. La pérdida de identidad es un potente catalítico de anhelo poético, la poesía sirve para vernos. Adentrarnos. Escucharnos. Olernos y saborearnos. Aprendernos. Acariciarnos por dentro. Enseñarnos. La vida. Quizá ese sea su gran cometido. Quizá sea ese el cometido del arte. Llegar al fondo… Allá en lo hondo, buceando ciegos en el abismo. Donde el anhelo encuentra anhelo, donde el anhelo se encuentra a sí mismo.


Lo que viene después es poesía en estado puro. La semilla de olivo germina al instante en mitad de la incertidumbre. Nacen raíces que beben del misterio, absorben vaho y gritos y se forma una savia: crece, crece y crece con brío el tallo, las hojas, el tronco, las ramas, se hace enorme, un frondoso olivo hechizado de maravilla. Un árbol que entierra sus raíces en tierra de nadie y a la vez de todo. Que se yergue verde, fresco y vivo, justo en el momento en que el poeta percibe, siente y crea el poema: poesía en estado puro. Lo que queda escrito son los restos: la cepa, el tronco, las hojas, la oliva… El olivo muere con la savia dentro, conserva la esencia. Y lo que fue hace que siga siendo: atesora el calor de la verdad, y el vaho y los gritos que arrancó a la incertidumbre.
El resultado es el comienzo del ensayo: la cepa de olivo en medio. Tronco, rama y hojas se hacen pasto: un extraño pasto que anhela la llama, un extraño pasto cuyo vacío es anhelo que tiembla inestable. Una leve chispa puede hacer que todo arda…

viernes, 11 de febrero de 2011

I. Verdad, ficción y poesía

                       Escena ficticia de una vida inventada

Pensemos en los límites de la verdad y la ficción en la palabra poética. La verdad es una cepa de olivo en el centro de un pajar enorme, se encuentra abrigada de paja, pasto seco nacido para ser fuego, pasto seco cuyo vacío ya tiembla inestable. Su cometido es la llama. Una leve chispa puede hacer que todo arda.

     O puede que la chispa se detenga a unos milímetros de la paja, como congelada justo en el instante en el que salta, suspendida en el aire, y que nada prenda. En tal caso, las moléculas del pasto se agitarían aún más inestables intuyendo la llama, deseando que caiga. Pero no cae. Se mantiene en suspenso, congelada justo en ese instante. Vértigo. Es el modo gélido en que arden algunos poemas. La combustión helada. El sudor frío, la palpitación del precipicio. Cae y no cae, arde y no arde. Pero quema, arrebata.

     Desatadas las llamas o la combustión helada, la cepa de olivo se encenderá prieta o temblará de ardiente vértigo. Y todo el pajar acabará devastado, todo excepto la cepa, que quedará candente como un puño cerrado o un corazón turgente de sangre.

     La ficción funciona como pasto, envuelve la verdad, la protege. El olivo la necesita para estar vivo, para no morir en el olvido, de lo contrario yacería helado en la indiferencia.

     ¿Y la chispa? ¿Qué hay de la chispa? ¡Oh!, la chispa. La chispa es la magia que hechiza al poema. Emana de un abismo originario.

     El poema contiene entonces, cuando menos, cepa de olivo, pasto y chispa.


     Pero vayamos más allá. Planteémonos un caso extraño, que podría decirse “trucado”. Un poeta escribe unos versos que retratan una escena ficticia de una vida inventada. En ese caso, ¿dónde queda la verdad? ¿Todo es ficción? ¿Existe la chispa?

     Veámoslo más de cerca con el siguiente ejemplo. Un poema que contiene una escena ficticia de una vida inventada:

     Un día, Laura estaba triste. Muy triste. Sintió que perdía algo arraigado en lo hondo. En ese momento Laura podría haber escrito los siguientes versos, si hubiera sabido ponerle palabras:

“Un grano de escarcha inunda
mi pecho
y el hielo seco
como un pellizco
araña mi carne
y mis manos intentan sujetar
tu sombra
que se va

y se va y se va
y se aleja

los dedos trazan
con torpeza
un adiós en el aire

tristes

¡Oh! en las yemas abiertas yace
el cadáver de una caricia”


     ¿Ha logrado crear una verdad más allá de la suya propia? Si así fuera, ¿cómo lo ha hecho? ¿Imaginando la escena?, ¿empatizando con ella?, ¿imaginando los sentimientos o empleando emociones propias ya sentidas y luego pegándolas como pedazos haciendo que encajen en la escena inventada? ¿O en el fondo de todo subyace una verdad propia que, aun ficticia, quizá como posibilidad no realizada pero de algún modo ¿cuál? propia, le pertenece?

     No lo tengo del todo claro. Piensen. Opinen. Compartan.


 ** Aún nos quedaría considerar la posición del lector. ¿Qué lugar ocupa quien revive las palabras? ¿Qué hay del cuerpo que las siente? El cuerpo en el que arden. Esas cuestiones creo que merecen una reflexión aparte, así que mejor dejarlas para otro momento.