Después de dar muchas vueltas, me incorporo finalmente en la cama sin haber podido conciliar el sueño en toda la noche. Recuerdo los años de juventud, cuando era capaz de dormir a pierna suelta hasta el mediodía. Qué irreal resulta ahora todo aquello. Meto los pies en las pantuflas y me levanto con gran esfuerzo, por culpa del maldito reuma. A la derecha, en la otra cama individual, separada de la mía por una mesita de noche, el cuerpo de mi señora, todo retorcido, emite ronquidos de ultratumba que bien podrían ser los de Ernest Valdemar —o, al menos, así imaginaba yo a semejante individuo en mis recurrentes lecturas de Poe—.
Salgo
a la salita en busca de una atmósfera menos viciada y, de camino al
sillón, quedo clavado frente al espejo; un espejo con un marco de
latón en forma de sol heredado de mi madre. Recuerdo haber hecho
toda clase de muecas frente a él cuando era niño, con mi padre al
lado compitiendo conmigo y mi madre al fondo exclamando entre risas
que, como siguiéramos siendo tan payasos, al final se nos iba a
quedar esa cara. Sonrío débilmente al recordar aquella época.
Han
pasado desde entonces casi ochenta años, y el espejo permanece
inalterable. El reflejo, sin embargo, sí que parece haber cambiado
un poco. Por fuera y por dentro. Mientras me aliso las enmarañadas
canas de las sienes me pregunto qué fue del niño. Y no hallo
respuesta.
Me
dejo caer en el sillón y enciendo un cigarrillo, uno de esos que el
médico me tiene prohibidos. ¿Qué ha fallado en mi vida?
Profesionalmente, he alcanzado cuanto me he propuesto, mi situación
económica es desahogada y mis hijos, ya mayores y con hijos, hace
tiempo que dejaron de resultar una carga. Y sin embargo, no recuerdo
un solo momento de verdadera felicidad desde antes de los veinte
años. Probablemente, será que me he convertido en un viejo gruñón.
Todo me molesta. O eso dice mi mujer. No la culpo, pues hace más de
sesenta años que no siento nada por ella. Si es que llegué a
sentirlo alguna vez, claro. Quizá debería haberla dejado, pero
resultaba cómoda la rutina, y empezar de cero hubiera sido un
engorro. Además, habría tenido que buscar mucho para encontrar a
otra dispuesta a aguantar mi carácter desabrido con la indiferencia
que lo hacía ella. No, decididamente hice lo más sensato..., lo más
sen... Uff..., qué sueño me está entrando ahora...
Despierto
un rato más tarde, con todo el cuerpo dolorido por la mala postura,
sentado en el sillón y con la boca seca. Observo el cigarrillo
consumido en el suelo, que se me debió escurrir entre los dedos al
dormirme. Me noto confuso, como atontado. Menos mal que no he quemado
nada. Habría sido lo que me faltaba, teniendo en cuenta lo
antipático que les resulto a los celadores del asilo. Están todos
deseando que me muera, lo sé. Lo cierto es que me da igual caerle
mal a la gente. Hace ya mucho tiempo que dejé de preocuparme por
cosas como esa. Que los jodan. Que los jodan a todos.
Me
levanto haciendo grandes esfuerzos y arrastro los pies hasta el baño.
Para variar, la pierna izquierda continúa revelándose ante mis
órdenes, y tardo bastante en llegar pese a encontrarse el aseo a
pocos metros del sillón. Dejo el grifo abierto mientras me refresco
la cara y el lavabo se llena en pocos segundos. Un día de estos
tengo que sacar los pelos del desagüe. O dejar que la limpiadora
entre en mi pocilga.
Nunca
he querido tener espejos en la habitación, pero al llenarse el
lavabo de agua no puedo evitar echarle un vistazo a mi reflejo. No es
de extrañar que me odien. En el asilo hay multitud de vejetes
entrañables, de cabellos plateados y simpáticos pliegues faciales.
Pero yo no me parezco a ninguno de ellos. La horrible mueca que dejó
en mi rostro la embolia sufrida hace años se ha mantenido
imborrable. Creo que es la misma expresión de odio profundo que le
dirigí a aquél cartero inepto mientras lo golpeaba con mi bastón,
poco antes del ataque. Quedarme con esa cara es tal vez mi penitencia
por una vida marcada por la ira y el desprecio hacia todo y hacia
todos. Por eso rompí aquel viejo espejo de latón, porque ni yo
mismo podía soportarme.
Pero
no siempre fui así. Cierto que tenía un carácter fuerte, pero
también estuve lleno en mi juventud de ilusión por vivir y fui muy
apasionado en el amor. Después de dejar atrás una relación de
varios años que se había tornado en rutina, mi vida dio un giro
completo cuando decidí mirar el mundo como si todo fuera posible. Y
lo fue. Y llegué a conocer a la persona que más me ha importado. Y
la llevé a las estrellas, y la hice soñar. Y ella a mí. Pero lo
estropeé. No fui capaz de evitar que el ser huraño, narcisista e
hipocondriaco que corría por mis venas, entre otros muchos posibles,
se manifestara. Y cuando se manifestó no fui capaz de combatirlo.
Por eso la perdí. A mi Daniela. Y no pasa un solo día sin que lo
lamente. Después de ella, otras mujeres pasaron por mi vida, pero
ninguna fue capaz de dejar ni la más leve huella. Y ahora que me he
convertido en un viejo cascarrabias, feo y enfermo, ella es mi único
pensamiento alegre, el único que me da fuerzas para levantarme cada
mañana en este asilo de mala muerte, por muy tenue que sea su imagen
después de sesenta años sin verla. Ella me lo dio todo en todos los
sentidos, y ahora sólo vive en mis recuerdos.
Me
deslizo de nuevo hasta el sillón, junto al ventanal cerrado
responsable de la penumbra, y trato de conciliar de nuevo el sueño.
Pienso en Daniela, en lo testarudo que fui, en lo cobarde... Nada de
lo que he hecho con mi vida desde entonces ha servido para hacer…
feliz… Nada…
Recupero lentamente
la consciencia tras un largo sueño. Estoy confuso, no entiendo bien
dónde me encuentro. Todavía con los ojos cerrados, palpo bajo mis
dedos los brazos del sillón. Mi sillón, supongo. De repente, algo
me tira de la pernera del pantalón. ¡Abuelo, abuelo! Siento un
sobresalto y abro los ojos de golpe. Duele mucho, y al principio no
consigo ver nada. Hay demasiada claridad. Poco a poco, me voy
acostumbrando, y distingo el gran ventanal abierto de par en par
frente a mí. Luego, a mis pies, la figura de un granujilla
sonriente. La abuela dice que te levantes ya del sillón, que no vas
a dormir nada esta noche con una siesta tan larga. ¿La abuela?
¿Quién es la abuela? Todavía me siento confuso, a los viejos nos
pasa a veces.
¿Todavía sigues
ahí sentado? Le prometiste a tu nieto que lo íbamos a llevar al
parque, pero si no te levantas se nos va a hacer tarde. ¡Dani,
criatura, tu abuelo es un impresentable! Mira que pasarse la tarde
durmiendo, en vez de disfrutar de un día tan bonito…
Ese
timbre de voz familiar que escucho a mis espaldas, proveniente de la
puerta, me provoca un estremecimiento en el estómago. No puede ser…
Es imposible. El pequeño granuja se levanta del suelo, junto al
sillón, y corre hacia su abuela. Me retuerzo para poder seguirlo con
la mirada hasta que la alcanza y se agarra a sus faldas. Y la veo. Y
los ojos se me llenan de lágrimas. ¡Mira cómo me quiere tu abuelo!
Sesenta años juntos y todavía se emociona cuando pasa un rato sin
verme. Dani, cuando tú te hagas grande y te enamores de una
muchacha, tienes que ser como el abuelo. Y la harás muy feliz.
La
miro y me parece un sueño. Por eso me emociono. Porque no concibo la
vida sin ella. Sin mi Daniela. Toma, te he traído un poco de zumo
para la pastilla. En cuanto te lo bebas nos vamos. Muuuy bien. Voy a
llevar el vaso a la cocina y cuando vuelva quiero verte con los
zapatos atados y preparado para salir. Me besa en los labios y se
marcha con el vaso y una sonrisa radiante. No te preocupes, cariño,
estoy listo en un momento.
Me agacho para
atarme los zapatos. Al hacerlo, cruzo la mirada con un viejo espejo,
apoyado contra una de las hojas del ventanal. El marco es de latón y
tiene forma de sol. Me trae muchos recuerdos. Me asomo tímidamente y
contemplo mi reflejo. No sé por qué, temía encontrar a un viejo
cascarrabias al otro lado, o a un carcamal con el rostro desfigurado
por la parálisis. En vez de eso, el espejo me devuelve la imagen de
un muchacho muy alegre, el mismo que ochenta años atrás hacía
morisquetas con su padre, sin poder dejar de reírse. Ese muchacho
soy yo. Lo último que veo, también en el espejo, es a mi Daniela
entrando por la puerta. Viene a buscarme para ir al parque. Está más
hermosa y encantadora que nunca, con su sonrisa de niña. Luego, de
pronto, a mis dedos les faltan fuerzas para apretar los cordones y
dejo caer los brazos. ¿Abuelo? ¿Abuelo?