sábado, 6 de octubre de 2012

sol de latón


Después de dar muchas vueltas, me incorporo finalmente en la cama sin haber podido conciliar el sueño en toda la noche. Recuerdo los años de juventud, cuando era capaz de dormir a pierna suelta hasta el mediodía. Qué irreal resulta ahora todo aquello. Meto los pies en las pantuflas y me levanto con gran esfuerzo, por culpa del maldito reuma. A la derecha, en la otra cama individual, separada de la mía por una mesita de noche, el cuerpo de mi señora, todo retorcido, emite ronquidos de ultratumba que bien podrían ser los de Ernest Valdemar —o, al menos, así imaginaba yo a semejante individuo en mis recurrentes lecturas de Poe—.
           Salgo a la salita en busca de una atmósfera menos viciada y, de camino al sillón, quedo clavado frente al espejo; un espejo con un marco de latón en forma de sol heredado de mi madre. Recuerdo haber hecho toda clase de muecas frente a él cuando era niño, con mi padre al lado compitiendo conmigo y mi madre al fondo exclamando entre risas que, como siguiéramos siendo tan payasos, al final se nos iba a quedar esa cara. Sonrío débilmente al recordar aquella época.
        Han pasado desde entonces casi ochenta años, y el espejo permanece inalterable. El reflejo, sin embargo, sí que parece haber cambiado un poco. Por fuera y por dentro. Mientras me aliso las enmarañadas canas de las sienes me pregunto qué fue del niño. Y no hallo respuesta.
        Me dejo caer en el sillón y enciendo un cigarrillo, uno de esos que el médico me tiene prohibidos. ¿Qué ha fallado en mi vida? Profesionalmente, he alcanzado cuanto me he propuesto, mi situación económica es desahogada y mis hijos, ya mayores y con hijos, hace tiempo que dejaron de resultar una carga. Y sin embargo, no recuerdo un solo momento de verdadera felicidad desde antes de los veinte años. Probablemente, será que me he convertido en un viejo gruñón. Todo me molesta. O eso dice mi mujer. No la culpo, pues hace más de sesenta años que no siento nada por ella. Si es que llegué a sentirlo alguna vez, claro. Quizá debería haberla dejado, pero resultaba cómoda la rutina, y empezar de cero hubiera sido un engorro. Además, habría tenido que buscar mucho para encontrar a otra dispuesta a aguantar mi carácter desabrido con la indiferencia que lo hacía ella. No, decididamente hice lo más sensato..., lo más sen... Uff..., qué sueño me está entrando ahora...

          Despierto un rato más tarde, con todo el cuerpo dolorido por la mala postura, sentado en el sillón y con la boca seca. Observo el cigarrillo consumido en el suelo, que se me debió escurrir entre los dedos al dormirme. Me noto confuso, como atontado. Menos mal que no he quemado nada. Habría sido lo que me faltaba, teniendo en cuenta lo antipático que les resulto a los celadores del asilo. Están todos deseando que me muera, lo sé. Lo cierto es que me da igual caerle mal a la gente. Hace ya mucho tiempo que dejé de preocuparme por cosas como esa. Que los jodan. Que los jodan a todos.
        Me levanto haciendo grandes esfuerzos y arrastro los pies hasta el baño. Para variar, la pierna izquierda continúa revelándose ante mis órdenes, y tardo bastante en llegar pese a encontrarse el aseo a pocos metros del sillón. Dejo el grifo abierto mientras me refresco la cara y el lavabo se llena en pocos segundos. Un día de estos tengo que sacar los pelos del desagüe. O dejar que la limpiadora entre en mi pocilga.
       Nunca he querido tener espejos en la habitación, pero al llenarse el lavabo de agua no puedo evitar echarle un vistazo a mi reflejo. No es de extrañar que me odien. En el asilo hay multitud de vejetes entrañables, de cabellos plateados y simpáticos pliegues faciales. Pero yo no me parezco a ninguno de ellos. La horrible mueca que dejó en mi rostro la embolia sufrida hace años se ha mantenido imborrable. Creo que es la misma expresión de odio profundo que le dirigí a aquél cartero inepto mientras lo golpeaba con mi bastón, poco antes del ataque. Quedarme con esa cara es tal vez mi penitencia por una vida marcada por la ira y el desprecio hacia todo y hacia todos. Por eso rompí aquel viejo espejo de latón, porque ni yo mismo podía soportarme.
        Pero no siempre fui así. Cierto que tenía un carácter fuerte, pero también estuve lleno en mi juventud de ilusión por vivir y fui muy apasionado en el amor. Después de dejar atrás una relación de varios años que se había tornado en rutina, mi vida dio un giro completo cuando decidí mirar el mundo como si todo fuera posible. Y lo fue. Y llegué a conocer a la persona que más me ha importado. Y la llevé a las estrellas, y la hice soñar. Y ella a mí. Pero lo estropeé. No fui capaz de evitar que el ser huraño, narcisista e hipocondriaco que corría por mis venas, entre otros muchos posibles, se manifestara. Y cuando se manifestó no fui capaz de combatirlo. Por eso la perdí. A mi Daniela. Y no pasa un solo día sin que lo lamente. Después de ella, otras mujeres pasaron por mi vida, pero ninguna fue capaz de dejar ni la más leve huella. Y ahora que me he convertido en un viejo cascarrabias, feo y enfermo, ella es mi único pensamiento alegre, el único que me da fuerzas para levantarme cada mañana en este asilo de mala muerte, por muy tenue que sea su imagen después de sesenta años sin verla. Ella me lo dio todo en todos los sentidos, y ahora sólo vive en mis recuerdos.
        Me deslizo de nuevo hasta el sillón, junto al ventanal cerrado responsable de la penumbra, y trato de conciliar de nuevo el sueño. Pienso en Daniela, en lo testarudo que fui, en lo cobarde... Nada de lo que he hecho con mi vida desde entonces ha servido para hacer… feliz… Nada…

Recupero lentamente la consciencia tras un largo sueño. Estoy confuso, no entiendo bien dónde me encuentro. Todavía con los ojos cerrados, palpo bajo mis dedos los brazos del sillón. Mi sillón, supongo. De repente, algo me tira de la pernera del pantalón. ¡Abuelo, abuelo! Siento un sobresalto y abro los ojos de golpe. Duele mucho, y al principio no consigo ver nada. Hay demasiada claridad. Poco a poco, me voy acostumbrando, y distingo el gran ventanal abierto de par en par frente a mí. Luego, a mis pies, la figura de un granujilla sonriente. La abuela dice que te levantes ya del sillón, que no vas a dormir nada esta noche con una siesta tan larga. ¿La abuela? ¿Quién es la abuela? Todavía me siento confuso, a los viejos nos pasa a veces.
¿Todavía sigues ahí sentado? Le prometiste a tu nieto que lo íbamos a llevar al parque, pero si no te levantas se nos va a hacer tarde. ¡Dani, criatura, tu abuelo es un impresentable! Mira que pasarse la tarde durmiendo, en vez de disfrutar de un día tan bonito…
         Ese timbre de voz familiar que escucho a mis espaldas, proveniente de la puerta, me provoca un estremecimiento en el estómago. No puede ser… Es imposible. El pequeño granuja se levanta del suelo, junto al sillón, y corre hacia su abuela. Me retuerzo para poder seguirlo con la mirada hasta que la alcanza y se agarra a sus faldas. Y la veo. Y los ojos se me llenan de lágrimas. ¡Mira cómo me quiere tu abuelo! Sesenta años juntos y todavía se emociona cuando pasa un rato sin verme. Dani, cuando tú te hagas grande y te enamores de una muchacha, tienes que ser como el abuelo. Y la harás muy feliz.
          La miro y me parece un sueño. Por eso me emociono. Porque no concibo la vida sin ella. Sin mi Daniela. Toma, te he traído un poco de zumo para la pastilla. En cuanto te lo bebas nos vamos. Muuuy bien. Voy a llevar el vaso a la cocina y cuando vuelva quiero verte con los zapatos atados y preparado para salir. Me besa en los labios y se marcha con el vaso y una sonrisa radiante. No te preocupes, cariño, estoy listo en un momento.
Me agacho para atarme los zapatos. Al hacerlo, cruzo la mirada con un viejo espejo, apoyado contra una de las hojas del ventanal. El marco es de latón y tiene forma de sol. Me trae muchos recuerdos. Me asomo tímidamente y contemplo mi reflejo. No sé por qué, temía encontrar a un viejo cascarrabias al otro lado, o a un carcamal con el rostro desfigurado por la parálisis. En vez de eso, el espejo me devuelve la imagen de un muchacho muy alegre, el mismo que ochenta años atrás hacía morisquetas con su padre, sin poder dejar de reírse. Ese muchacho soy yo. Lo último que veo, también en el espejo, es a mi Daniela entrando por la puerta. Viene a buscarme para ir al parque. Está más hermosa y encantadora que nunca, con su sonrisa de niña. Luego, de pronto, a mis dedos les faltan fuerzas para apretar los cordones y dejo caer los brazos. ¿Abuelo? ¿Abuelo?



viernes, 5 de octubre de 2012

La niña de la ventana


La gran noche de carnaval ha terminado y las calles han quedado abandonadas. Pronto amanecerá, mas de momento reinan las tinieblas. Los disfrazados han dejado tras de sí una estela de botellas rotas, vómitos en cada esquina y, a juzgar por la humedad del suelo, se diría que ha llovido durante horas si no fuera porque el hedor evidencia que no es agua lo que forma los charcos. La ciudad muestra hoy su rostro más decadente, y verlo me entristece. Siento decepción y desengaño. Pero no importa. Enseguida lo olvidaré. 
     Voy atravesando las callejuelas lentamente, sin prisa, mirando a mi alrededor en busca de algo digno de contemplarse, en busca de una visión que me haga sonreír. Todavía llevo puesta parte del disfraz. Me he librado de la casaca porque me estorbaba, pero aún conservo la peluca con largos bucles como velas negras, el sombrero pirata y el garfio de plástico ocultando la mano. Sin el abrigo quedan al descubierto las mallas verdes y el jubón de hojas secas, con lo que debo resultar algo cómico, pero al fin y al cabo de eso se trataba.
     Desde el balcón de un segundo piso, una niña pequeña, que tal vez se haya levantado a por un vaso de agua, se me queda mirando de arriba abajo con sus alegres ojos castaños. Abre el gran ventanal para contemplarme mejor.
   —Niño, ¿quién se supone que eres? —me pregunta curiosa mientras alarga el brazo para intentar acariciar las plumas de mi sombrero
     —Peter Pan disfrazado del capitán James Garfio.
    —Qué ocurrencia —exclama entre risas—. ¿Te has disfrazado de Peter disfrazado de Garfio? Es como si llevaras dos disfraces. Eres muy raro.
     —Perdona... No había entendido tu pregunta. Sólo voy disfrazado del capitán Garfio —le aclaro un tanto molesto. Y luego sigo mi camino. Pero ya me siento mejor.

Está amaneciendo...