martes, 17 de mayo de 2011

La pequeña puerta del «Seiscientos seis»


«¡Ehte partío ehtá ganao ya!», exclamó Lolo, con pasmosa seguridad, mientras se apretaba con fuerza el nudo del pañuelo que le cubría la cabeza, para después añadir: «Eso sí, loh ehpañole siempre tenemo que sufrí ante de ganá. ¡Tié que corré la sangre!». Aquel personaje apenas levantaba un metro sesenta del suelo, pero armaba más escándalo que mil demonios juntos. Rondaría los cincuenta y cinco años, y probablemente era pescador, como casi todos los clientes de aquella polvorienta taberna del gaditano barrio de La Viña. Mi padre y yo habíamos terminado allí después de recorrer todo el casco antiguo en busca de algún bar donde poder ver la final del Mundial, pero, al ser domingo, la mayoría estaban cerrados, y los que permanecían abiertos se hallaban demasiado abarrotados como para que cupiese siquiera un alfiler. Por fin, cuando sólo faltaba un minuto para el comienzo del partido, dimos con aquel singular antro, sobre cuya minúscula puerta colgaba un letrero, viejo y descolorido por el sol —sólo se apreciaban tonos azulados, en el que podía leerse, sencillamente, «Bar 606». Dentro habría unas quince personas, todas de muy baja estatura, como si estuviesen hechas a medida de la puerta. Mi padre y yo, que a su lado debíamos de parecer gigantes, nos sentamos en una de las mesas del fondo y pedimos sendas jarras de cerveza y media ración de chocos. Mientras nos servían, el juego dio comienzo, pero a mí, personalmente, me interesaba mucho más el espectáculo externo al televisor, el de aquellos individuos a la vez humildes y orgullosos, que se gritaban entre ellos y a la pantalla a la espera de ver cumplido su sueño y, supuestamente, el de gran parte de los españoles: que nuestra selección ganase el Mundial.

--------El elenco de personajes allí congregado resultaba, cuando menos, curioso. En primer lugar, tras dar un largo trago a la jarra de cerveza, mi mirada se detuvo sobre un tal Vicente, que había acudido a la taberna acompañado de su señora y su hijo, ambos con la camiseta de España. Él, sin embargo, vestía un simple polo amarillo, raído. Su rostro, enmarcado por una barba corta y prematuramente blanca, se hallaba en extremo curtido por el sol, y en el antebrazo derecho llevaba tatuada un ancla, igual que Popeye el marino, aunque en un brazo considerablemente más delgado. Vicente se erigió, desde el primer momento, como el iniciador de todos los cánticos, como aquél tan característico que decía “¡Y olé y olé y Holanda y olé, que Holanda va perdé, que va perdé, que va perdé!”. En un momento dado, en medio de la algarabía organizada, le gritó a otro sujeto, que bailoteaba de espaldas bajo el televisor, que por qué coño llevaba puesto un chaleco naranja el color de Holanda y que si no se lo quitaba lo iban a echar de allí a patadas. Entonces, el tipo aquel se dio la vuelta riendo a carcajadas y se aproximó a Vicente, todo esto sin dejar de bailar. Resultaba obvio que eran amigos. «Visente, pisha, que ehta finá ya eh nuehtra», le susurro con complicidad cuando estuvo cerca suyo. Ése era Lolo, y a partir de aquel momento se convertiría en el indiscutible alma de la fiesta. Era muy bajo y menudo, incluso más que el resto de sus colegas pescadores, pero se notaba por el grosor de sus brazos y de su torso que, aunque contrahecho, en su juventud debió ser bastante fornido. En cualquier caso, de lo que no cabía duda, vista su indumentaria, es de que carecía por completo de sentido del ridículo: el chaleco, sin mangas, lo llevaba completamente abierto, dejando ver con claridad varias cadenas de oro muy ostentosas que pendían de su escuálido cuello. Además, el infame naranja de la prenda que evidentemente se había puesto para crear polémica, contrastaba vivamente con las numerosas banderas de España que se había pintado por todo el cuerpo y, sobre todo, con el pañuelo de la Selección que llevaba fuertemente anudado al cráneo y que le confería un aire de rocambolesco piratilla. Toda una personalidad donde las haya.

--------Además de Lolo y de Vicente, había allí otros dos o tres individuos dignos de descripción. El primero de ellos, de nombre Agustín, gastaba una suerte de porte extrañamente distinguido. Aunque bastante más delgado, me recordaba mucho a un profesor de la facultad, estirado y relamido, que me había dado clase de relaciones internacionales. Las mismas gafas de fina montura dorada, el mismo pelo canoso cuidadosamente peinado... ¡La misma cara! Incluso llegué a pensar si podía tratarse de su hermano. No obstante, deseché tal hipótesis tan pronto como lo vi desplazarse, mamado hasta el punto de que a duras penas podía sostenerse sin ayuda. Mi profesor, con toda probabilidad, no sólo debía ser abstemio, sino que seguramente toda su familia pertenecía al Opus Dei. Este individuo, por el contrario, era un pescador borrachín de tres al cuarto, pero parecía mucho más dichoso que aquél. Cuando estuvo cerca de Vicente y de Lolo, se levantó alegremente la camiseta y, mostrando un famélico tronco, exclamó: «¡No voy a pará de tocá la guitarra hahta que Ehpaña marque un go!». Y mientras decía esto, comenzó a aporrear frenéticamente sus pronunciadas costillas como si de las cuerdas de una imaginaria guitarra se tratase. Al contemplar tal escena, la tasca al completo estalló en una estridente carcajada.

--------El que reía con más fuerza se llamaba Gregorio, y también había atraído mi atención desde el primer momento. Gordinflón y con una perenne sonrisa plagada de dientes, compartía cierto parecido con el Gato de Cheshire de Lewis Carroll, y no paraba de dirigirse al hijo de Vicente para recordarle que, si España ganaba el Mundial, todos ellos tendrían que bañarse en pelotas esa misma noche en la playa de la Caleta. El muchacho, de unos catorce años, era disminuido psíquico, pero los amigos de su padre lo trataban como si fuese uno más de ellos, con un cariño sincero y honesto como pocas veces he visto. Todos allí eran así. El propio Vicente, por ejemplo, se acercaba cada dos por tres a su mujer muy poco atractiva para abrazarla y besarla como abraza y besa un apasionado adolescente a su primera novia. Debían llevar casados cerca de veinte años, y sin embargo no parecían haber perdido aún esa chispa, ese «swing», como diría Manuel Vicent, que envuelve con su manto los primeros meses del enamoramiento y que después se va diluyendo, por lo general, de manera inexorable.

--------Yo, sentado junto a mi padre frente a la gran pantalla de plasma, no podía evitar sentir que éramos meros espectadores casuales de un espectáculo que no iba dirigido a nosotros, y no me refiero, evidentemente, al partido, el cual, por supuesto, también nos era ajeno. Eran aquellos pescadores, aquellos hombrecillos bajitos, humildes y ruidosos, que no paraban de reír y cantar. ¿Qué diablos les ocurría? Aún tardé unos minutos hasta que por fin lo comprendí: lo que les ocurría es que eran felices. Brutos, simples y elementales, pero felices. Y buenas personas además. ¿Cuál sería su secreto? Difícil es saberlo, pero, según me pareció, poco tenía que ver con el partido, al que, con tanto alboroto, apenas prestaban atención. Cuando España por fin se hizo con la victoria, mi padre pagó la cuenta y nos marchamos, pasando de nuevo a través de la pequeña puerta de la taberna.

--------Días después, paseando solo por Cádiz cual Robinson urbano, traté de encontrar de nuevo aquella minúscula puertecilla de Imaginarium bajo el singular letrero de «Bar 606», pero no hallé rastro de ella por parte alguna. Ni de la puerta, ni del cartel descolorido ni de los peculiares pescadores. Debido a la agitación del día de la final, ni mi padre ni yo nos fijamos en la calle, y en el casco antiguo son todas muy parecidas. Por más que busqué después, sólo encontré bares corrientes repletos de gente corriente, y nada parecido a lo de aquel día. Sin embargo, todavía en algunas ocasiones, cuando el silencio de la noche es tal que permite que el rumor de las olas llegue hasta mi casa, albergo la sospecha de que en realidad son Vicente y sus amigos, que chapotean desnudos en la Caleta celebrando su particular conquista de la felicidad. Quién sabe.


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